- ANÁLISIS | Por José Massoni, miembro del Consejo Asesor de la Fundación para el Desarrollo Humano Integral
- NO HABRÁ JUSTICIA SIN NUEVA CONSTITUCIÓN

Los poderes concentrados en estos días de junio de 2025 ordenaron al Partido Judicial que ponga el cepo a la voluntad ciudadana y consagre la derogación de facto de la Constitución Nacional poniendo presa y proscribiendo a una líder popular.
El texto de la Constitución Nacional no es un texto cualquiera. Es la norma cúspide de todas las demás, hasta de la más nimia reglamentación, que otorga legalidad o no a todas y cada una. Plasma la organización nacional estableciendo sus instituciones con sus funciones. No tiene antecedente jurídico. Es un acto de fuerza político, que con violencia o sin ella, se impone sin discusión posible sobre su vigencia, porque es la voluntad de un pueblo en un momento determinado de su historia.
Tanto más ahora y en el menor tiempo posible, transcurrido un cuarto del siglo XXI desde el campo nacional y popular es necesario trabajar sobre un proyecto de Constitución Nacional que, sancionado, sustituya la actual y permita anular las decisiones antipopulares y cipayas que la vigente permitió colar y reanudar el camino que se inició hace doscientos veinticinco años y que es horizonte popular permanente, que no se ha rendido jamás a las prácticas explotadoras de sus terratenientes siempre, ahora aliado al gran capital corporativo y financiero y, sin cesar nunca, a la colonia imperial de turno.
La ley máxima actual cuando menos ha perdido toda efectividad ante las profundas y amplias transformaciones producidas en el mundo en estos más de dos siglos, en los ámbitos materiales en especial, en formas de crecimiento de la opresión capitalista, que por la dinámica insoslayable de su propio desarrollo ha trasmutado hasta ser enemigo de sí mismo como sistema y sólo aprovecha a un número minúsculo de individuos en medidas no ya estériles sino letales para la humanidad.
Si vemos nuestra carta magna literalmente encontramos lo obvio: la declamación y dictado de un esquema institucional y de valores espirituales y materiales de mediados del siglo XIX, que pretende asegurar el funcionamiento de una democracia que proteja los derechos de todos los ciudadanos, herencia de la Revolución Francesa.
Pero la realidad de estos días muestra, sin excepciones, que la “nueva y gloriosa nación” que proclaman los versos de nuestra canción patria está enredada y atada hoy –del mismo modo que la casi totalidad de su población- por las cadenas del poder financiero nacional e internacional y por los medios de información escritos, visuales o digitales, cuyo poderío real construyó un mundo en que el 1% de la humanidad acapara la mitad de la riqueza que se produce en todo el planeta.
Un avistado cultural nos muestra que esa realidad es verdad colectiva internalizada como lugar común; se la vivencia como inherente a la esencialidad de las cosas. Se habla apenas y se discute nunca que los grandes monopolios internacionales son los que tienen el poder real sobre las naciones y sus pueblos. Pueden los presidentes, los representantes electos del pueblo, y los jueces que llegan a serlo por su indirecto mandato, ejercer en algunos pocos casos puntuales los tres poderes del Estado constitucional juntos en favor del país y sus habitantes, pero lo que resuelvan tendrá efectividad solo si produce un beneficio a los grandes capitales interesados en el tema, o en caso extremo que no los perjudique en modo alguno porque, en verdad, nada sustancial han cambiado.
Y, por ejemplo, si un gobierno –poderes ejecutivo y legislativo- con ideología popular, con sentido de independencia soberana, dicta leyes conformes a los mecanismos constitucionales, aparecerá el poder judicial y pondrá “las cosas en su lugar”. Este poder constitucional, desde hace décadas convertido en una sólida e intangible corporación conservadora declarará la imposibilidad de vigencia de la ley porque encontrará argumentos en la Constitución de 1853 que la descalifican como norma válida. Y en un sistema de árbitro único para toda la nación, si no se cumple lo que resuelve fundado formalmente en la Constitución Nacional, convengamos que se desata el caos. Es lo probable en el futuro cercano ante el fusilamiento de la democracia perpetrado por el trío de jueces máximo, de los cuales uno estaba objetado por parcial mientras los otros dos no cumplen los requisitos mínimos para ser abogados en tanto aceptaron sus puestos por designación del Poder Ejecutivo.
Ocurre así que todo el aparato de gobierno organizado por la ley fundamental, al final solo resulta ser un reglamento para el funcionamiento de una administración de cuestiones locales que no perturben al capitalismo en su forma hiperdesarrollada y global, o dé cumplimiento a las acciones necesarias para que sus intereses explotadores prosperen a costa de los intereses de los habitantes, o de la soberanía del país.
Ese capitalismo omnímodo no se priva de intervenir cada vez más desembozadamente también entre quienes se disputan el gobierno de la colonia, mediante una creciente corrupción para la que tiene el tesoro inigualable y que contribuye a la concreción del bien máximo y casi único de valoración social que –como reflejo superestructural de la realidad económica y social- han instalado en el sentido común: el dinero.
Son ociosas más consideraciones: hay que cambiar el sistema judicial de raíz.
Es evidente que ello implica dictar una nueva Constitución, porque parches parciales –como la mera ampliación del número de ministros- serían elaborados por las otras instituciones objetivamente corrompidas de la obsoleta carta magna vigente, que legalmente ha permitido llegar a la situación límite, que ahora estamos viendo en particular en el sector judicial.
Reitero, todo lo que se resuelve es formalmente “constitucional”, pero es políticamente catastrófico, porque la ley máxima se ha convertido en un instrumento contrario a la nación y su pueblo. Esta idea deviene de comprobaciones de hechos que han formado, sencillamente, sentido común, derivan con mansa naturalidad en lo que suena un título atrevido para esta nota.
No lo es.